La Vivienda
Reflexión sobre la vivienda como espacio simbólico, social y cultural, donde se cruzan la vida cotidiana, la identidad, la inclusión y las transformaciones urbanas.
Benjamín Rojas
8/23/20243 min read


La reflexión comienza con la definición del espacio como una condición íntima de la vida. A esta idea se suma el planteamiento de que espacio y vida transitan por el mismo camino. La psicología ambiental sostiene que existe una interacción recíproca entre el ser humano y su entorno, generando un proceso dinámico. Al igual que un río, que nunca transporta la misma agua, la vida y el espacio, la sociedad y el entorno, se transforman de forma continua y mutua. Es precisamente en estos cambios constantes donde inicia nuestra labor como investigadores: comprender e interpretar las interrelaciones entre espacio y vida, espacio y sociedad, sociedad y territorio, territorio y cultura.
En este marco, la vivienda surge como un elemento que sintetiza las preguntas que orientan este análisis. Representa el marco material del espacio; en sus características y cualidades se manifiestan las diversidades sociales y culturales. Su gestión y delimitación involucran tanto a actores públicos como privados, y a través del mercado inmobiliario se configura un proceso de apropiación que marca las dinámicas de inclusión y exclusión social.
La vivienda es, por un lado, elemento físico que participa en las transformaciones espaciales y, por otro, factor determinante en los cambios socioculturales. En este sentido, funciona como un dispositivo analítico que permite explicar, al menos parcialmente, las transformaciones constantes de las sociedades.
Desde tiempos remotos, la vivienda ha sido condición esencial de la vida individual y social, y se ha convertido en expresión cultural. Sus técnicas constructivas incorporan saberes y materiales que han evolucionado durante siglos; su disposición espacial ha dado forma a los espacios de relación social y ha contribuido a la creación de lo público. A través de su uso y apropiación, se hacen visibles las diferencias sociales, al punto de que hoy la presencia o ausencia de vivienda puede marcar la frontera entre inclusión y exclusión social (Rapoport, 1972).
Además, la vivienda es el elemento espacial que da forma a los asentamientos humanos, a las ciudades. Es el componente que mejor representa la relación entre espacio público y privado, entre lo doméstico y lo social. Su disposición material configura el juego de vacíos y volúmenes del entorno urbano, así como la articulación entre el espacio edificado y el espacio común. En este sentido, puede afirmarse que no existe espacio público sin vivienda, ni vivienda sin espacio público.
Sea cual sea la ideología que haya guiado el planeamiento de la ciudad de Mérida, es evidente que en la mayoría de las ciudades la forma y disposición de la vivienda obedecen a prácticas sociales y fundamentos culturales más potentes que la propia planificación urbana. Esto revela que la cultura de la vivienda está profundamente asociada a la posesión individual del suelo y a una vida doméstica atomizada, sustentada mayoritariamente en la construcción de viviendas unifamiliares, mientras que el espacio público queda reducido, en muchos casos, a un espacio meramente funcional y de circulación.
La planificación de la vivienda parte del supuesto de que todo individuo necesita una, y que a cada unidad familiar le corresponde una unidad habitacional. Sin embargo, Amérigo (1995) señala que las dimensiones y características de la vivienda suelen definirse según la composición familiar promedio, la disponibilidad de suelo y la cultura de vivienda predominante, mientras que la capacidad adquisitiva real de la población pocas veces se considera un factor determinante. Esta omisión responde, en última instancia, a decisiones políticas.
A medida que las formas de convivencia se vuelven más inestables, las necesidades de vivienda también cambian, tanto en intensidad como en frecuencia. Esta inestabilidad evidencia la rigidez de muchos modelos habitacionales actuales.
Amos Rapoport (1972) advierte que la rigidez del espacio construido puede limitar o incluso oprimir los cambios culturales. La calidad de vida doméstica y cotidiana se convierte, entonces, en un componente de la cultura urbana. Esto ocurre en un contexto de creciente desvalorización de la vida urbana, afectada por problemas ambientales y sociales, particularmente en las grandes ciudades: contaminación acústica y atmosférica, falta de tiempo libre, inseguridad, agresividad y el encarecimiento generalizado de la vida.
La idealización de ciertos espacios habitacionales y la tendencia a uniformizar la cultura de la vivienda pueden conducir a la pérdida progresiva del valor simbólico de estos espacios como representación de la vida y de la apropiación personal o colectiva del entorno.
Es revelador que solo determinados espacios dentro de la vivienda mantengan y refuercen su valor simbólico como lugares emblemáticos. Sus usos predominantes se centran, casi exclusivamente, en funciones residenciales y de relación social.
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