Aspectos Simbólicos
Reflexión sobre el valor simbólico del espacio y su construcción colectiva, destacando su influencia en la identidad, el arraigo y la relación entre arquitectura y cultura.
Benjamín Rojas
8/30/20243 min read


Es necesario considerar el aspecto simbólico como una propiedad inherente del espacio (Valera, 1996). Desde esta perspectiva, todo espacio posee un significado propio, que puede derivarse tanto de sus características físico-estructurales como de su funcionalidad ligada a las prácticas sociales que en él se desarrollan. En otras palabras, el significado espacial es el resultado de las interacciones simbólicas entre los sujetos que ocupan o utilizan dicho espacio.
Este significado puede mantenerse en un nivel individual —como significación personal— o bien ser compartido por un grupo o por una comunidad entera —es decir, como significación social—. En torno a esta última categoría, será necesario realizar más adelante algunas reflexiones específicas.
Desde esta misma perspectiva, podemos incorporar la idea de que el significado de un objeto está dado por la forma en que se construye su existencia en la experiencia. En este sentido, Blumer (1982) sostiene que la orientación del individuo hacia los objetos de su entorno está determinada por el significado que estos tienen para él.
Existen espacios o entornos que tienen la capacidad de agrupar significados y cargarse simbólicamente. Este significado simbólico se entiende como un significado socialmente compartido, reconocido por un amplio número de individuos. En la medida en que un espacio represente un conjunto de significados construidos socialmente, puede ser considerado simbólico para el grupo o comunidad que lo utiliza o habita.
Siguiendo este razonamiento, los espacios dentro de la vivienda pueden ordenarse jerárquicamente en función de su carga simbólica. Esta jerarquía va desde espacios sin un significado relevante a nivel colectivo (aunque puedan tener significación personal), hasta espacios con un significado compartido por grupos reducidos (como la familia o amistades), llegando a aquellos espacios cuyo valor simbólico es ampliamente reconocido por la mayoría de los miembros de la comunidad en la que se insertan.
La carga simbólica de un espacio puede tener dos fuentes de referencia principales:
Instancias de poder dominantes, que imponen un significado desde una perspectiva política, ideológica o institucional.
La propia comunidad, que construye el significado de manera colectiva a través de sus prácticas, relaciones y apropiación del espacio.
Esta distinción ha llevado a clasificar los espacios simbólicos como “a priori” y “a posteriori” (Pol, 1987, 1995). Según este autor, un espacio simbólico puede nacer con una determinación apriorística de su significado —es decir, impuesto desde el poder—, pero con el tiempo puede adquirir un nuevo significado social a través de los procesos de apropiación espacial (Pol, 1994).
En el primer caso, el significado “a priori” está condicionado por la intención política o institucional con la que fue concebido el espacio. En cambio, en el caso de los espacios simbólicos “a posteriori”, el significado se configura históricamente mediante factores como la evolución del entorno, las formas de organización social, las relaciones que los grupos establecen con el espacio y la manera en que lo utilizan. Las características físicas del espacio son, por tanto, consecuencia del significado en el primer caso, mientras que en el segundo, pueden funcionar como antecedentes o catalizadores del mismo.
Es importante comprender que el significado social del espacio no se construye simplemente como una suma de significaciones individuales, sino que se enraíza en la propia naturaleza del espacio y en las relaciones sociales que se establecen en y con él (Iñiguez y Pol, 1994). En este sentido, Corraliza (1987) refuerza esta idea al señalar que el proceso de percepción del significado espacial es un fenómeno eminentemente social.
En consecuencia, el papel de la arquitectura debe ser el de propiciar espacios que permanezcan abiertos a la percepción y construcción de significados simbólicos, permitiendo que los usuarios desarrollen vínculos de identidad —“mi espacio, mis valores, mis creencias”— que, con el paso del tiempo, favorezcan el arraigo, la apropiación y el fortalecimiento de una identidad cultural compartida.
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